No sé cómo decir esto sin parecer un poco rata. No es que no me guste compartir, es que no creo en ello como verdad absoluta. Soy más bien defensora de la propiedad privada como base para la convivencia. Desconfío de la cosa común. Prestar los libros, los discos, me desazona, cederlos sin más, al azar del retorno, no sé, me cuesta, me siento en eso un poco como Merkel.

Decía Ortega que el hombre es su capacidad de insatisfacción, y yo lo pienso cada tarde en el parque, cuando bajo con los niños y miro para otro lado cuando los míos, en vez de hacer la cola del tobogán, trepan por la rampa y cumplen así un objetivo doble, el de llevarme la contraria a mí y el de fastidiar al niño que se iba a tirar.

Lo pienso sobre todo cuando oigo a alguna madre, hijo, préstale la pala, qué más te da, hay que compartir. Y a la señora, a la que se le ve el sujetador cuando se agacha porque en los parques se ve mucho sujetador, le arranca la pala al niño propio, y se lo da al ajeno, un auténtico desconocido, y de paso le enseña que lo importante no es lo de la pala sino lo que piensen las demás madres del asunto.

Pero no es tan fácil señora. Los niños copian lo que ven, no lo que oyen. De modo que si les obligamos a compartir, pero nosotros no compartimos (ni nuestro coche, ni nuestra ropa, ni nuestro smartphone), el resultado es que no comparten, o lo hacen a disgusto y además se llevan de regalo esa sensación que se le queda a uno de ser un poco miserable.

Háganme un favor la próxima vez que regalen a sus hijos un blandiblu especial. Díganle “no tienes que compartirlo si no quieres, es.. para ti”.