El legado

Vivimos tiempos convulsos. La humanidad se enfrenta a una revolución sin precedentes, la biotecnología y la tecnología de la información han revolucionado nuestra manera de concebir el mundo y de relacionarnos y, sin embargo, cada treinta días sigo teniendo que teñirme las raíces para no parecer un oso panda. Porque los problemas importantes siguen ahí.

La inteligencia artificial está a un paso de sustituir al individuo como unidad de producción y los tomates ya no saben como en aquel verano en el que se levantó el pastel de mili vanilli. Creíamos que el proceso empezaría por las profesiones que requieren menor nivel formativo, pero no es así: los médicos y los abogados se encuentran entre las profesiones más amenazadas por la irrupción de los robots, porque los hombres no podemos interconectarnos, pero las máquinas sí, de modo que el hombre en realidad no ha de ser comparado con un único robot sino con un sistema de información que se alimenta constantemente con nuevos algoritmos y aprende de los errores. Así que el relato liberal ya no sirve, ya no podemos decir a nuestros hijos, haz lo que te haga feliz siempre que sea ser odontólogo con consulta propia. Pero entonces, ¿Para qué les preparamos? ¿Debemos tomar cartas en el asunto si el niño quiere ser random performer? No sabe uno ni con qué angustiarse. Sólo hay dos constantes: el cambio y el reguetón.

Nuestros hijos serán gamificadores o ciberasesores, eso en el mejor de los casos, si no mueren antes ahogados por la crecida de las aguas, en cuyo caso más les hubieran valido la certificación padi, en lugar de tanto ajedrez.
Tampoco el inglés es garantía de nada, parece que en pocos años con la nueva app de google translate podrán conversar con perfecto acento británico incluso si nunca han aprobado el spelling. Es difícil acertar con la educación, a veces pienso que el mejor legado que les voy a dejar no será mi fascinación por el periodo de entreguerras sino unos trucos que me sé para crear contraseñas fuertes y seguras.

Los centros tampoco ayudan, por mucho que un sistema anime a nuestros hijos a pensar por si mismos, la profesora, en los descansos, se esconde para googlear alguna pincelada de lo siguiente que le toca contar. La inmediatez es la norma y padres e hijos comparten el mismo desconcierto ante lo que viene, que no sabemos lo que es, pero viene muy deprisa.

En este mundo de oscuridad y fake news, es difícil agarrarse a algo. La religión ha abandonado al hombre moderno, entendiendo como hombre moderno el que se sitúa entre la declaración del Fukuyama del fin de la historia y el baile de Rosalía en los MTV Awards. La secularización es irreversible y nos deja sin consuelo ante la futilidad de nuestra existencia ¿Podemos decir que el hombre es esencia en sí mismo o más bien que está al servicio de la esencia del universo? ¿Es Dios, o la imagen que tenemos de Dios, el grito del Hombre en la tierra? Aunque pueda parecer contradictorio, estas preguntas no quedan resueltas en ninguna de las pantallas de la Nintendo Switch. En este contexto, tampoco el pulpo Paul constituye un pilar al que asirse. El desconcierto, por lo tanto, también abarca lo espiritual y constituye por desgracia, la base misma del legado que recibirán nuestros hijos.
Desde una perspectiva cósmica, nos movemos en arenas movedizas, atormentados por nuestras propias contradicciones. Pregonamos la igualdad, pero no queremos renunciar a nuestros privilegios raciales, nacionales o de género. Nos ponemos minifalda, a sabiendas de que a partir de los 30 ya no queda igual.

En un mundo de exceso de información, la capacidad para desechar lo inútil es poder. Se salvarán aquellos que no se dejen invadir por el pensamiento mainstream que se extiende como un hongo por la superficie. Pero a falta de un objetivo claro y con el suelo pélvico en difícil equilibrio, es fácil abandonarse a Netflix y que fluyan las temporadas. Decía Hannah Arendt que el mal nunca es radical y que carece de capacidad demoníaca. Y tenía razón porque es que cortan el capítulo cuando más emocionante está, no hay manera de dejar de verlo. Y qué me dices de esos vídeos de soluciones caseras, ¿No es indignante que tengamos que enterarnos ahora de que el kétchup limpia la grifería de la ducha mejor que cualquier otro producto? Las élites, corporaciones y gobiernos nos anestesian, para continuar tan campantes con la depredación de las selvas. ¿Y qué podemos hacer nosotros? A mí lo que más me relaja es la app de amazon, tiene muy buenos precios y una interfaz como pocas.

La verdad no está a nuestro alcance, el mundo se ha vuelto muy complejo como para que una sola persona en su salón llegue a alguna consideración nueva y además tenemos todos mucha plancha. A falta de sentido, es importante mirar este planeta con ojos de niño, recuperar la capacidad de asombro y poder preguntar alegremente “¿Por qué esa señora tiene las tetas tan grandes mamá?”. No olvidemos nunca que el mundo es un lugar desconcertante y enigmático.

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3 respuestas a El legado

  1. Anónimo dijo:

    Me encanta. de nuevo, perfecto equilibrio entre la reflexión seria y el punto justo de humor para no tirarte por el balcón. yo este tema que planteas hoy también lo había pensado. supongo que, de cara a criar niños, siempre nos quedará la educación en valores para que puedan afrontar con cabeza cualquier cosa que venga.

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  2. Elena Horno dijo:

    Absolutamente fabulosa, como siempre. Me has alegrado la vida.
    Enviado desde mi iPhone

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  3. sandra dijo:

    Gabi, me encanta tu vaivén de pleamares filosóficas y bajamares caseras. El panorama me angustia tanto como a ti, hasta secárseme toda ideología. En el 2020 probaré a nihilizarme con Netflix

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